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Legados de una guerra ajena

Actualizado: 28 may 2020

Por: Luisa Lotero (10°B)


Edward, Preston, Robert y Frederick Niland eran cuatro hermanos que entregaron sus vidas a Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial para combatir el genocidio más grande de la historia

Escucho al comandante tocando las campanas que indican que nos tenemos que levantar. Son las 4:30 de la mañana del 5 de junio; ya estoy preparado para eliminar a todos los impuros y, en el camino, a todos los yanquis que se interpongan entre el mundo y la esvástica. Empiezo mi día con unas 15 flexiones, tratando de despertar mi mente. Tiendo la litera –si se le puede llamar litera a eso– y espero mi turno para bañarme. Entro a la ducha y cuando salgo, aproximadamente un minuto y medio después, llaman a todo el pelotón al entrenamiento matutino.

No puedo pegar el ojo en toda la noche pensando en que la mañana siguiente mi esposo, junto con sus tres hermanos, se adentrará en una guerra en otro continente, lejos de mí y de sus hijas. Tal vez volverá, pero tal vez no. Pobre Fritz.

Totalmente egoístas son los pensamientos que tengo sobre la guerra; solo quiero que mi marido se olvide de su país y vuelva a casa. Escucho la radio atentamente, esperando que el locutor anuncie a todo América que ganamos, que los Aliados triunfaron. Son ya casi las nueve de la mañana y yo sigo a la espera de una noticia de la guerra, sin percatarme del paso del tiempo.

Edward Niland participaba en una misión, volando sobre Birmania. El sargento pertenecía a la “12 Grupo de Bombardeo” de “43 Escuadrón” cuando fue derribado en territorio enemigo el 20 de mayo de 1944. El sargento Edward no fue encontrado después del impacto y se envió un telegrama a sus padres informando que se le declaraba “missing in action”, lo cual normalmente quería decir “muerto”.

Desde que en mayo nos llegó el mensaje de los japoneses comunicando que triunfaron sobre los americanos y tumbaron aviones de bombardeo, el Eje no ha hecho más que ganar en batalla y eso tiene a todo el pelotón regocijándose. Esos desgraciados Aliados parecen estar perdiendo ante nosotros, y ya el único que tiene algo de poder para vencer al Tercer Reich es Estados Unidos. Pero nunca lo logrará.

Aunque para el país todo está de maravilla, para mi familia y para mí, no. Desde que nos llegó un telegrama militar en mayo diciendo que Edward estaba desaparecido en combate, nada ha sido igual. Le dimos por muerto.

En las ciudades se anuncia a los cuatro vientos, en periódicos y radios, que mañana América ganará. Lo único que me queda es la esperanza, y bebo de ella como si alguien me fuera a quitar el vaso. Todos los hombres de la familia se han ido a la guerra, y nosotras, sus esposas, sus hermanas y su madre tenemos el alma en pena, sedienta de algo de información sobre ellos, esperando que no sea como la de Edward.

Ya son las ocho de la noche, y mañana es el día en el que al fin podré ir al combate. Mi comandante me indicó que iremos a ayudar a establecer el orden en Francia con los sumisos e inservibles franceses. Ese golpe seguro les estará doliendo a todos los débiles que se hacen llamar Aliados y no tienen respeto por sí mismos. Si lo tuvieran, se reconocerían como parte de la raza superior y nos ayudarían a eliminar a las bestias judías.

A las tres de la tarde, sigo preguntándome por mi esposo. Imagino que, en este preciso instante, Fritz está preparándose para mañana derrotar al enemigo y volver a casa. O quizás, solo quizás, ya está entregando la vida por su país.

El sargento Fritz Niland fue enviado el 5 de junio de 1944 en un avión de transporte C-47 junto con otros paracaidistas a una misión para cortar las comunicaciones nazis. Debido a ataques contundentes del enemigo alemán, algunos de los paracaidistas americanos cayeron, tras líneas enemigas, en ubicaciones distintas, lejos de sus puntos originales de salto. Por esto, muchos de ellos, incluyendo a Frederick, quedaron repartidos lejos unos de los otros. Con la ayuda de un grupo de la Resistencia Francesa, Fritz logró encontrarse con sus compañeros.

Ese mismo día, Robert Niland fue enviado –junto con el resto de los paracaidistas– tras las líneas defensivas alemanas en Normandía, para sembrar el caos en la retaguardia nazi. Al día siguiente, el 6 de junio, el día D, combatiendo a los alemanes, su ametralladora, con la que cubría la retirada de sus compañeros, se quedó sin munición. Fue por más, y al salir de un arbusto, le dispararon. Cayó Robert Niland.

El 6 de junio, Preston Niland murió. Se cree que estaba ayudando a un compañero herido cuando cayó, pero no se sabe con certeza.

Un soldado entra jadeante a nuestros camarotes para informarnos de que perdimos una batalla en la colina 30; los americanos nos vencieron una vez más. Y cada vez me entran más ganas de dispararles a la cabeza a los muy desgraciados. Pero eso no importa; mañana tendré mi oportunidad de hacerlo. Solo tengo que esperar la orden, y comenzaré de inmediato.


Viajamos toda la noche para llegar al centro de Francia a primera hora en la madrugada. Ya en Francia, fuimos atacados por un equipo militar estadounidense que, después de un rato de ardua batalla, tuvo que retirarse. Un soldado se quedó tras la ametralladora para cubrir la retirada del resto. Fue entonces cuando se quedó sin munición y se salió de su escondite tras una seta para buscar más. Era la oportunidad perfecta.

Sin vacilar, disparé, le di, cayó. En cuestión de segundos otro desagradable yanqui cayó de cuenta de mi rifle.

A las dos de la mañana me despierto, asustada, como si alguien me hubiera levantado y siento que algo malo va a suceder. Mi hija comienza a llorar sin remedio alguno y parece que nada ni nadie va a lograr calmarla. Yo la entiendo.

En este momento son aproximadamente las seis de la mañana en Europa. Las operaciones militares suelen comenzar desde temprano y es normal que se sienta intranquila, con su padre haciendo parte de una de ellas hoy, el día que promete la victoria americana. Pero al parecer no es su padre quien la preocupa; entre sollozos y gritos logro distinguir los nombres de los dos tíos que le quedan. Ahí es donde me preocupo, no solo por mi marido, sino por su familia entera.

El 6 de junio podría llenar de alegría muchos hogares, pero el mío se llena de angustia y agonía.

El 13 de junio, el grupo de paracaidistas que estaba en las montañas fue atacado por los alemanes, a quienes vencieron luego de recibir refuerzos. Poco después, Fritz recibió la noticia de que su hermano Robert había fallecido, y decidió visitar el lecho de su muerte. Llegó al cementerio “Colleville-sur-Mer” y pidió ayuda al teniente coronel Francis Sampson para encontrar la tumba de su hermano. Se encontró parado frente a ella en la parcela F, fila 15 y cuando miró hacia un lado vio la tumba perteneciente a su otro hermano, Preston; una amarga sorpresa.

Aunque fue difícil, acepté que el Tercer Reich no se pudo lograr, que los Aliados ganaron la guerra, y nosotros perdimos. Cuando me encuentren, me van a condenar, quizás a una cadena perpetua, quizás a una muerte dolorosa. Pero más allá de eso, no puedo creerlo. Solo hasta ahora puedo ver lo equivocados que estaban mis ideales, lo equivocado que estaba yo. O tal vez no estén equivocados, no lo sé. De hecho, no sé nada; lo poco que tenía seguro ya no lo es. Ahora me doy cuenta de que nada es seguro, no sé nada. Tal vez esta hoja me diga la verdad y detrás de la muerte se esconda el conocimiento que tanto ansío. Tal vez si hay otra vida podré rehacerme, reinventarme.

Una semana entera sin saber de Fritz y la angustia me está comiendo por dentro. Tengo noticias de que se ganó la guerra, pero no tengo la certeza de dónde se encuentra mi esposo, no sé siquiera si está vivo o muerto. No sé si volverá, si lo volveré a ver, a sentir. Llegaron telegramas de guerra para anunciar las muertes de Robert y de Preston, y aunque sea una triste noticia, he llegado a pensar que preferiría eso a la incertidumbre que tengo sobre el paradero de mi esposo. No puedo más.

Días después de que Frederick se enterara de la muerte de sus hermanos, lo enviaron de vuelta a casa con el propósito de conservar la línea familiar. Este volvió a su esposa Cate Remme y a sus hijas Eve y May. Muchos soldados alemanes se suicidaron después de la guerra; algunos para evitar ser encarcelados, otros por el peso moral que cargaban, y otros, por ambas razones.

Tomé la hoja con la mano derecha, con la mano con la que había asesinado a tanta gente y me miré al espejo. Me daba asco. Por lo menos el mundo se libraría de una escoria como yo. Pasé la hoja en una línea casi perfecta por mi cuello, y me senté a esperar a que la sangre inundara el cuarto.

Escucho que tocan la puerta. Cuando la abro, no me lo creo.

Te amo le susurro al oído mientras lo abrazo con lágrimas en los ojos.

¡Papá!grita May, corriendo hacia la puerta, seguida de Eve. Al llegar abrazan a su padre fuertemente.

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