Por: Manuela Giraldo (6°B)
Hace muchos años en un país muy lejano y solitario había un reino cuyo rey, Bernardo, era muy bondadoso. El monarca vivía con su hija, la princesa Angeline. Ella era rubia y de ojos verdes; era delgada y tenía ocho años. Y como su padre, era muy buena con todos. La mayor virtud de Angeline era que trataba a todos por igual sin importar el aspecto, el dinero o el color de la piel. La princesa se pasaba horas en la biblioteca del palacio, leyendo libros de todo tipo, aunque sus favoritos eran los de misterio.
Un día estaba leyendo uno de estos cuando, de repente, escuchó un ruido. Se asomó por la ventana y vio a un niño, sucio, mojado y con la ropa rota. En sus manos, llevaba una cajita con algo que se movía. Angeline bajó las escaleras y llevó al niño a su habitación, en el ala oeste del castillo. Una vez allí, destaparon la caja y dentro había un perrito, mojado y sucio.
La princesa los invitó a tomar un baño, no sin antes entregarle al niño una muda de ropa para reemplazar el raído conjunto que traía puesto.
—¿Qué estoy haciendo? —se dijo Angelina al tiempo que escuchaba el agua correr tras la puerta— Sé que mi padre me ha dicho que no debo hablar con extraños, pero también me ha dicho que debo ayudar a quien lo necesita…
En esas estaba la princesa cuando salió del cuarto de baño un chico completamente diferente al que había visto en el jardín del palacio; era alto, rubio, con ojos marrones. Iba ataviado con unos pantalones color café siena, una camiseta blanca y una chaqueta negra. Lucía también unas botas del mismo color de la chaqueta. En sus brazos cargaba una cachorrita de pomsky, gris y blanca que tenía aproximadamente tres meses y medio. Ambos lucían como si llevaran mucho tiempo sin probar bocado, por lo que Angeline hizo traer a Dulcinea —una de sus criadas— una suntuosa cena con el pretexto de que tenía mucha hambre. Sus nuevos amigos se escondieron bajo la cama mientras Angeline hacía el pedido porque, por más que fueran sus amigos, no sabía cómo se lo tomaría su padre, el Rey, por lo que prefirió no correr riesgos.
Durante la cena, el niño y la perrita comieron vorazmente hasta que Angeline no pudo reprimir más su curiosidad.
—¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Cómo se llama ella?
—No recuerdo nada, solo sé que desperté a la orilla del río y la perrita había caído a las aguas.
—Aun no me has dicho tu nombre.
—Sí, lo siento; soy Peter y ella es Bella —pausó—, ¿y tú eres…?
—Yo soy la princesa Angeline, del reino de Ringlehint, y bueno, Peter, ya es tarde, debemos dormir; puedes dormir en el sofá, y Bella dormirá en la camita de perro que uso para mis juguetes. Iré a traer unas mantas.
Y dicho esto, salió. Angeline regresó con cobijas y almohadas para sus invitados y luego apartó sus peluches para sacar la pequeña camita rosada en forma de corazón en la que dormiría Bella. Alistaron todo y se dispusieron a dormir. Angeline soñó con sus nuevos amigos e imaginó la loca aventura por la que pasaron antes de llegar a su jardín.
¡Toc toc toc!
La princesa se despertó y miró su reloj de pared; eran las 7:00 y había alguien llamando a la puerta.
¡Toc toc toc!
—¡Rápido, escóndanse! —dijo ella despertando a sus amigos, quienes se refugiaron bajo la cama.
—¡Pase!
—Milady —dijo Dulcinea—, le traigo el desayuno.
Depositó la bandeja en la mesa de centro y se retiró.
—Ya pueden salir.
—¿Quién era?
—Dulcinea, traía el desayuno.
—Y, ¿qué es?
—Pancakes con fresas y chocolate
—Qué rico, ¿me puedes dar un poco?
—Por supuesto —dijo Angeline y le entregó uno de los deliciosos pancakes—. Bueno y…
¡Toc toc toc!
Peter y Bella se refugiaron es su escondite.
—Hemos tenido una sequía —anunció el monarca, irrumpiendo en la habitación con cara de preocupación—, necesitamos un préstamo. He llamado a los reinos vecinos, pero ninguno puede ayudarnos —Se le quebró la voz—. No sé qué hacer.
Y dicho esto, rompió a llorar.
—Todo estará bien —dijo Angeline abrazando a su padre.
—Sí… Bueno, debo irme.
—Adiós.
Y luego se marchó, cerrando la puerta.
—Ya pueden salir.
—Escuché lo que dijo tu padre, lo siento mucho —dijo Peter—. Ojalá pudiera ayudarte.
—Gracias, pero no tiene importancia —respondió ella, aunque por dentro estaba devastada—. He estado pensando en la historia de tu llegada y llegué a la conclusión de que debes haberte perdido y tu familia debe estar buscándote, así que vamos a alistarnos y luego la buscaremos.
—Bien.
Angeline entró primero al cuarto de baño y salió con un vestido color azul cielo, largo y pegado, unas zapatillas blancas, un collar de perlas, unos aretes a juego y una tiara de plata con zafiros incrustados. Estaba peinada con una trenza espiga y tenía margaritas adornando su cabello. Luego entró Peter y salió con unos pantalones marrones, una camiseta color blanco y un cinturón negro de hebilla plateada decorada con un caballo de oro. Estaba perfectamente peinado con el cabello hacia atrás, cosa que duró poco, porque luego, entre los dos, bañaron a Bella y le pusieron una camisa con estampados de jaguar y bordes vino tinto. Después le pusieron una correa del mismo color. Salieron a buscar a James, el jefe de los mensajeros y le contaron la historia. Al principio se mostró confundido, pero luego, cuando terminaron, les dijo:
—Pegaré carteles por todo el reino y le diré a mis mensajeros que vayan por todos los reinos preguntando si conocen a Peter —y luego añadió—: y también a Bella.
—Gracias James.
—En cuanto tenga noticias les avisaré.
—Gracias y adiós.
—Hasta luego.
La pandilla salió hacia la habitación de la princesa y pasaron el resto del día con juegos de mesa. Pero al siguiente día…
—Tengo noticias sobre Peter —dijo James irrumpiendo en el cuarto de la princesa—. He encontrado a su familia.
Apenas terminó esta frase comenzaron a sonar unas trompetas. Los niños corrieron a la ventana y de repente Peter recordó todo:
Era el heredero de un reino llamado Linghield. Estaba es su castillo cuando miró por la ventana y vio a unos niños de aproximadamente 13 años con Bella en las manos; planeaban tirarla en la caja al río y ahogarla. Bella aullaba con todas sus fuerzas, pero nadie había acudido a salvarla; así que él lo hizo. Bajó hacia el pueblo y les gritó para que la dejaran en paz. Ellos, al contrario, lo lanzaron al río a él también. Había nadado para salvar a Bella —a quien después bautizó— y se había quedado dormido. Despertó al otro día y ahí fue cuando dio con las puertas del jardín de Angeline. Luego ella los encontró y fue cuando todo pasó.
—¡Papá, mamá! —gritó Peter antes de correr a abrazar a sus padres.
—Hijo —respondieron ellos al unísono.
—¿A qué se debe tanto escándalo? —preguntó el monarca de Ringlehint saliendo del palacio.
—Su hija salvó a nuestro hijo —respondió la madre de Peter, Catalina—, lo acogió en su cuarto, lo alimentó y lo cuidó hasta que uno de sus mensajeros dio con nosotros.
—Estamos en deuda con ustedes, ¿cómo podemos pagároslo? —preguntó su padre, Eduardo.
—Yo… —dijo Bernardo sin saber qué decir.
Peter les dijo algo a sus padres.
—Por la bondad y hospitalidad de su hija Angeline, nosotros, Catalina y Eduardo, soberanos de Linghield le ofrecemos a Ringlehint, no a modo de préstamo sino como un regalo, una suma de 5000 monedas de oro para sobrepasar la sequía. Firme aquí —dijo Catalina, pasándole al padre de Angeline una hoja con algo escrito—, y el dinero será suyo.
—Yo… No sé qué decir… GRACIAS —dijo Bernardo, al tiempo que firmaba.
Y a partir de ese día Bella, Angeline y Peter fueron inseparables.
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