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La vida en los tiempos del Corona

Por: Miguel Melo (10ºB)


Un estridente silbido penetraba el oído, recorría el canal auditivo y alcanzaba el tímpano. Desperté a los pocos segundos de que aquel ruido atravesara el nervio auditivo y sintiese la presencia del sonido, era otra fatídica semana apenas comenzando con la ruidosa melodía que emanaba del despertador, otro día que, más que una realidad, se asemejaba a una pesadilla, y pensando en eso se me vino de repente a la mente, como un recuerdo pasado, lo que dijo alguna vez Wilde: “Nos prometieron que los sueños podrían volverse realidad. Pero se les olvidó mencionar que las pesadillas también son sueños”.

Mientras me dirigía a mi estudio, con atisbos de sueño, meditaba sobre lo leído en la noche anterior o ¿quizás en la pasada a esa? No lo sé, solo recordaba un par de palabras específicas del insulso pasaje, escrito hacía un mes, que había observado. Todo esto pasará, antes creía que lo único bueno que iba a traer este drama era la literatura provista tanto por los sutiles matices de cada escritor. Los sentimientos a flor de piel y una generalizada duda a lo que ocurriría, me equivoqué vastamente. Me senté en mi silla de tela oscura enfrente de mi grisáceo computador, revisando los correos con un tanto de apatía. Solo surgió uno interesante, estaba de último, de pronto estuvo allí desde hace un par de semanas, el correo era de The Times, afirmaba la hecatombe política que se iba a desencadenar después de lo que ocurría, criticaba la falta de unión de los líderes políticos y terminaba diciendo que los únicos que iban a ser afectados iban a ser los de siempre, la ciudadanía.

Leyendo desanimadamente las letras negras del computador, giré un par de centímetros mi cabeza y me detuve fijamente en la foto familiar que estaba en el escritorio. Recordé aquellos cuentos de mis abuelos en la hacienda, fuera del alboroto citadino, cuentos de sus aventuras en el viejo continente, con políticos de bigotes cual trapecios, de ejércitos del glorioso imperio Romano, de regímenes despóticos y una población desesperanzada. Más tarde caí en cuenta de que no eran cuentos y que nuestro paisaje actual no se veía diferente, autoritarismo, era lo que se respiraba más que el mismo aire y cualquiera lo notaba.

Tenía hasta las 10 a.m para entregar mi próximo artículo a un periódico local llamado ‘El Pregonero’ donde trabajaba desde hacía 3 años. Empecé a trabajar, me detuvo un dolor punzante en mi abdomen, mi estómago crujía de un hambre insaciable. Me dirigí a la cocina vacía, solo había algunas cuantas verduras y frutos, lo único que comía todo el mundo después de la crisis, como todo había parado, ni las fábricas, ni las industrias, solo los campesinos producían comida, eran los verdaderos adalides de la sociedad, no los que se auto-proclamaban como tales mientras estaban en sus lujosas casas frente a un computador.

Después de la pantagruélica merienda de alimentos provenientes del campo, seguí trabajando, pero me sentía como si el encanto y el asombro de mi mente se desvaneciera por completo, las palabras no surgían tan naturalmente como antes, salían como letras forzadas. En el aburrimiento de mi trabajo y de mi bloqueo como periodista, decidí hacer las obligaciones, tenía que alimentar a mis compañeros de morada, a los que les contaba mis pensamientos y mis ideas como escritor frustrado. Después tomé una larga ducha con agua hirviendo que se filtraba por mis poros, como reemplazando sin éxito el calor humano que me faltaba desde hace tres meses.

Pasé a la sala y me senté en el sillón amarillo que daba directamente a la ventana, allí estaba, la luna, plateada, redonda, atrapando mi atención. Mientras estaba acompañado por ese celestial astro el cual veía, pero al mismo tiempo este me observaba a mí, me di cuenta de mi aspecto gracias al reflejo del vidrio, estaba pálido por no haber recibido el sol desde hace varios meses, unos seis diría, no se podía salir a tomar el sol como lo hacía de costumbre, por lo tanto, sus fotones no impregnaban mi cara, muchos no lo hacían, decían que el sol iba a estar ahí por siempre. Antes tampoco lo podía ver, una espesa nube de polución, quien sabe compuesto de que sustancias altamente dañinas, impedía ver el sol, y ahora que se podía ver no se puede salir, irónico. La noche llegaba, no tenía nada más que hacer, las musas que alimentaban mi mente para crear algún pasaje interesante no se habían presentado en aquella ocasión, así que sin más remedio alguno las facultades de Morfeo me envolvieron entre una mezcla de sábanas y sueños profundos que me llevaron a descansar.

Meditabundo, extenuado y taciturno, así me sentía ante la incapacidad de concebir el sueño, pero tampoco podía levantarme, solo levitaba, solo estaba. Encendí el televisor para distraerme un poco, era una repetición diaria, un bucle de las noticias y comentarios más obtusos, de los analistas y presentadores menos capaces. No sentía hambre, ni fatiga, ni cansancio, lo más probable es que ya no sintiese nada y era una idea tanto aterradora como placentera, ¿pero quería sobrevivir? No lo sé, únicamente comería por supervivencia, por un impulso primitivo que me llevaría a la plaza campesina a abastecerme y luego comer por simple conservación.

Me preparé para salir, no sabía cómo era allí afuera, llevé todo lo que cabía en un viejo saco. Abrí la puerta de madera, que al instante soltó un chirrido ensordecedor debido al óxido acumulado por las bisagras durante esos tres meses de tempestuosa soledad, bajé por las escaleras del edificio de diecisiete pisos, pues la constante falta de energía en la ciudad hacía que los ascensores fueran una verdadera máquina homicida. Salí a la calle, un panorama desalentador presencié en frente de mí, un horripilante hedor emanaba de una marcha fúnebre, diez camiones completamente cubiertos como si no se quisiera saber qué era, pero era un secreto que se sabía a gritos, cadáveres provenientes de las partes más necesitadas de la ciudad llevadas hacia las fosas comunes a las afueras, mientras caminaba hacia la plaza, en la soledad espectral que cubría a toda la ciudad, noté un peculiar hacinamiento, el hospital público lleno hasta los tuétanos, pacientes afuera en la acera y muertos alrededor del mismo.

La plaza se veía a lo lejos, junto a las hordas de indigentes y mendigos que había dejado la crisis junto a la pobreza y el desempleo más extrema desde épocas memorables, solo pedían algo de comer, sigo creyendo fehacientemente que el hambre ha matado a más personas que el mismo virus. Llegué a la plaza, atestada de gente, la moneda ya no generaba ninguna confianza y su uso estaba casi eliminado, lo que se hacía era el antiguo sistema de los trueques como los mayas, sarcástico volver a algo que se creía anticuado. Vi a unas cinco personas acaparando lo que podían utilizar un par de docenas, todo cambió excepto lo fundamental, la forma de pensar del humano, cambiaron las condiciones, pero no nosotros, seguimos siendo lo que nos trajo hasta acá, “El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte, cada uno se preocupa de su supervivencia” como escribió Chul-Han en algún artículo que leí al comienzo de la crisis, es como si el filósofo en un intento desesperado de saber que pasaría hubiese adivinado con cierta precisión lo que ocurriría, aun no dejo de sorprenderme.

Volviendo a mi hogar, que se parecía más a un refugio nuclear del ’62 y llevando tres sacos ligeramente llenos de provisiones, subí los diecisiete pisos, llegué a mi casa y me dirigí a la cocina, no deseé preparar nada para mí, sentía pesadez en el estómago, aunque no hubiese comido desde hace unas 12 horas, pero sí alimenté a mis fieles colegas, su compañía hacía menos abrumador el aislamiento. No todo era malo, los barranqueros a los que fotografiaba cuando estaba en la universidad regresaban al nido del árbol que permanecía sin ser talado cerca de la casa, los delfines rosas que vi en aquel puerto en las amazonas cuando viajé con mis padres reaparecían cual fénix que renace de las cenizas, pero ¿durará? ¿O seguiremos extinguiendo especies cuando la normalidad llegue, si es que llega? Lo más probable es que sigamos cazando sin sentido y talando con gusto, concordé con la frase que pudiese ser profundamente interesante, pero es sumamente superficial que alguna vez dijeron las masas “el verdadero virus somos nosotros”.

Tocando uno de los tantos melodiosos pero nostálgicos Nocturnos de Chopin en el viejo piano de cola que me había regalado mi abuelo, en una oscuridad profunda y perenne, entre corcheas y fusas me encontré con un inefable sentimiento adentro, muy adentro en el diminuto, hórrido abismo donde se anudan serpentinos mis sesos, y me di cuenta de la realidad, vi la inconmensurable soledad que me envolvía, estaba completamente solo, rodeado únicamente por organismos clorofílicos y fotosintéticos. Y como si fuera un irónico poema de Silva de aquellos que leía de joven, me curé para siempre, de aquella enfermedad llamada humanidad, con las cápsulas de plomo de un fusil.



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