Por: Andrea Cadavid (12°B)
Recuerdo los breves paseos que solía darme por el Parque del Retiro, los coloridos y alegres pájaros que rondaban por los caminos apedreados y por las frondosas y vibrantes copas de los más altos árboles. Recuerdo mi cándida sonrisa y el hermoso palacio de cristal plasmado en mis ojos. Lo recuerdo todo al andar una vez más por este frío lugar que una vez fue perfecto ante mi mirada.
Un lugar tan extenso y lozano a los ojos de cualquiera, con un panorama macanudo y un trasfondo histórico incesante. Un lugar crecido por gente de alta elegancia y alta moda (o así lo solía ver yo). Un lugar coherente en su estilo arquitectónico pero divergente al mismo tiempo. Un lugar sin fronteras, lleno de oportunidades. Eso era Madrid para mí años antes de mi primera visita; un sueño y un espacio único. Me preguntaban a menudo cómo me podía encantar tanto una ciudad sin haberla antes conocido. Tenían razón, no tenía cómo. Era en verdad algo muy extraño, un tipo de conexión que yo sentía y pensaba conocer en mi interior, y para exponerles un poco de mi mente a los demás, solía describirla como una persona, como aquella que, aunque no la conoces, tiene un aura radiante y benigno que se puede ver y sentir a kilómetros. Era como encontrar un libro viejo en una biblioteca olvidada. Al abrir sus delicadas y consumidas páginas, un olor indescriptible desborda los sentidos, y por un momento, la mente olvida la realidad. Yo olvido la realidad. Madrid era aquel lugar, ese que me hacía sentir en casa.
Ver cómo el atardecer se escondía sobre los más hermosos planos de España mientras el sol se derretía sobre nuestros hombros y entre nuestros dedos, todo apreciado desde el ahora anaranjado Museo del Prado, donde el humo de los cigarrillos bailaba en las escasas luces de las calles, como si estuvieran en sinfonía con una orquesta lejana y tranquila. Todo esto junto a una persona que no lograba reconocer, una tenue sombra.
Los momentos que había acabado de vivir y que nunca antes había visto, se esfumaron tan rápido como se crearon cuando terminó esa primera visita. No pude evitar intentar volver, vivir en una interminable fantasía como aquella. Pero tras fracasar una y otra vez, sentí cómo esa sombra a la que fui tan cercana me había dejado ir como si fuera arena entre sus dedos volando en los vientos. Sentí como esa sombra, que en el momento no tenía forma para mí, recuperó su forma corporal. Sentí como esa persona que había padecido ya hace un tiempo, volvía a mí. Ahí supe que yo debía soltarlo todo como a un globo amarrado mediocremente a mi muñeca.
Y por fin entendí; Madrid no era mi lugar, era el de aquella persona que no supe reconocer en el momento pero que luego encontré en mis álbumes de fotos. En esa ciudad yacía todavía la conexión de esa persona conmigo, y es por eso que sin haber conocido Madrid, sentía tanto por aquel lugar. Ese inalterable vínculo deseaba llevarme cada vez más cerca de él, pero ahora cuando pensaba en ese sueño mío, solo podía pensar en ella, en todo el amor que tuve por esa persona y todos los descuidados momentos con ella. Ahora mi anhelo de vivir mi sueño y tenerlo cerca solo eran recuerdos y sombríos momentos infiltrados.
Es así como, cuatro años después, al encontrarme una vez más recorriendo los paseos del Retiro, todo se ve lúgubre.
Comentários