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Desde el ventanal

Actualizado: 20 abr 2020

Por: Samuel Araque (10ºB)


Abrí los ojos y me encontré de pie en un lugar extraño; estaba en una habitación con vistas a la calle. El suelo era grisáceo y el gran ventanal que se postraba ante mí denotaba una leve suciedad de roña y polvo que provenía de Las Afueras.


Las Afueras era un lugar en constante movimiento. A veces máquinas inmensas transitaban delante mío guiadas por hilos, y otras veces pasaban unas más pequeñas a gran velocidad. En ciertas ocasiones, de las pequeñas retumbaba la voz de un hombre, pero en poco tiempo ese escándalo disminuía.


La gente caminaba y me observaba. Algunos de ellos se quedaban estáticos al frente mío y me señalaban. Creo que la razón por la cual denotaba tanta atención ante los caminantes era por las telas que cubrían mi cuerpo; me vestían y eran las únicas que me acompañaban durante el día.



Al caer la noche, sin embargo, un hombre entraba y me desnudaba con delicadeza para no dañar la costura de mis telas. Nunca pude ver al hombre a la cara y aunque no confiara mucho en él ni fuéramos muy cercanos, decidí llamarlo Señor. Entonces me quedaba desnudo ante la luna y notaba que las personas corrían de la oscuridad. Era raro ver a alguien a altas horas de la noche y, cuando llegaba la ocasión, casi siempre caminaban balanceándose entre las aristas de las calles, sosteniendo cantos escandalosos, posiblemente practicados para generar valentía ante aquella situación de temor.


Pasaban los días e iba encontrando los más pequeños detalles que conformaban el paisaje delante de mí. En la mañana los primeros hombres se veían caminar con maletines negros o marrones, se escuchaban las bocinas de la radio que estremecían y las máquinas reanudaban su paso. La gente que se paseaba denotaba una sensación de libertad que se veía reflejada en sus rostros. Algunos se vestían con grandes telas y otros con ajustados ropajes, pero todos caminaban a un ritmo ininterrumpido; al cruzar la calle se encontraban habitaciones como la mía y la gente entraba con sus bolsos llenos y las manos vacías, pero salían con los bolsos vacíos y sus manos llenas. Durante la tarde llovían láminas de papel de color rojo o azul y algunas personas gritaban con el propósito de hacerse escuchar.


Yo veía las pequeñas imperfecciones y grietas trazadas en la calle de Las Afueras y al pasar de los días cada vez se hacían más visibles. Las Afueras era diferente a mi habitación; con el tiempo se desgastaba, pero con la salida del alba, unos hombres aparecían y limpiaban mi paisaje. Era agradable tener una vista como la que yo tenía y a veces era tan ameno ver Las Afueras que una sensación de querer salir de mi habitación me abrasaba fuertemente.



Pasó el tiempo y el constante movimiento se convirtió en una coreografía organizada que yo encontraba menos emocionante cada mañana. Pero ese mismo día, un estallido cortó las voces de la gente por un instante; sirenas sonaron y las radios gritaban y lloraban. La sensación de libertad que antes reflejaban los transeúntes en sus rostros se transformó en una de angustia y desesperación.


“Aló aló, Fuerzas Revolucionarias Internistas de Colombia. Aló aló, Fuerzas Liberales de Colombia”. Escuchaba los gritos desde mi habitación y poco a poco empecé a notar cómo el cielo se empezaba a tornar rojo. Los caminantes ya no caminaban, sino que corrían, y la multitud tranquila se volvió agresiva. Las máquinas guiadas por hilos eran destruidas y las otras más pequeñas se movían bruscamente entre las calles. Las habitaciones del frente fueron saqueadas y las personas que antes tenían maletines ahora tenían bastones que generaban explosiones intensas y ruidosas.


El Señor salió a la calle tratando de proteger mi ventanal de la muchedumbre y con un acto de valentía combatía a cualquiera que se le acercara. En ese momento me di cuenta de que mi paisaje había muerto.


Entonces, vi al frente mío a una persona que, al contrario de las que solían pasearse y señalarme con sus dedos, me señaló con su bastón, causando la explosión que provocó el estallido de mi reluciente cabeza de maniquí.

9 de Abril de 1948, Bogotá, Colombia


Foto tomada en el Bogotazo, 9 de abril de 1948

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